En San Esteban, calle Roma, se asoma lo acampado, unos perros ladran en manada y asustan la caballada, quienes interrogantes relinchan nerviosos. Basta un sonido del amo para tranquilizar el ambiente, unas colas en movimiento y la quietud de los mancos bajando la cabeza al comedero de la alfalfa.
Nos recibe Sergio Ibaceta Carreño, el huaso que cabalga al amanecer, el que se comunica con la mirada, el que entiende los leguajes onomatopéyicos naturales, sólo con eso se logra el equilibrio, cada uno en su lugar y respeto por el otro: perros, caballos y visita, en armonía.
“Tengo caballos, porque me acompañan”, explica de entrada. Sin embargo, basta observarlo para inferir que no sólo es eso. Es la mirada cómplice, el resoplido del potro, el recuerdo de la parición nocturna de la potranca, el rendero del barroso, el herraje a medias y pendiente de la colorada, la negra indiferente y la emoción bajo el sombrero.
Normalmente cabalga con don Onofre, del fundo El Sauce. Nos comenta que se conversa la amistad en otra dimensión, la vista recorre el potrero, los pensamientos no chocan con las paredes, la naturaleza se dinamiza en cada minuto, los caminos nunca son los mismos, aunque se recorran por siempre. Los vientos chocan en sus rostros, las aguas resbalan en mantas amarillas y los calores se apañan con chupallas de teatina.
Un mundo desconocido para pueblerinos y citadinos. Una relación colonial que ha madurado en Aconcagua por quinientos años. Una atmósfera que Sergio se esmera en transmitir a Iam, su pequeño hijo, que ya monta con postura de experto, el que ya huele los perfumes del campo, conoce de pesebreras e intenta el nudo pescuecero.
En los últimos 5 años un puñado de caballos ha estado en sus pesebreras, inscritos y de los otros, qué importa. El tema es sentir el aroma del pelero, el relincho del potrero, el tintinear de la espuela, la bota lustrada, el trote inquieto, un galope en el cerro y el cierre de la tranquera.
Bodega para los fardos, avena, cebada, productos veterinarios, herramientas para despalme y herraje, aperos (monturas y renderos), tijeras de tuza, rasqueta, corriones y punzón para los arreglos de riendas, aromas de campo, vigas añosas y fantasmas guardianes.
Temporada pasada, sólo un par de lluvias calmaron las polvaredas, anochecía y un silbido sostenido del patrón llama a la tranquilidad de las inquietas potrancas, un leve gemido de los perros, un chuncho en el parrón, un relámpago alumbra los cerros y el aguacero rompe las tejas... cosas del campo.
He observado cómo ha dado garantías en el sello de raza de un rodeo en medialuna de Los Andes. Su jura de pureza racial está expresada en perfiles de cráneo, carácter, fuerza vital, mirada, calidad de las crines y otros aires que le dan un carácter típico.
Se supone que el hombre de campo cría para el rodeo, para inflar el pecho con los colores de su manta, para sentir el cosquilleo ante el llamado del capataz, para galopar la vuelta del champion. Sin embargo, esos momentos, criticados por muchos, no necesariamente son la esencia del hombre de a caballo. La esencia es la relación con su mulata, el cuidado a su alazán, el galope de un barroso y el guiño saludo del tapado.
Sergio nos despide en el portón. Nunca hablo de vientres, ni de genealogía. En el aire se respira siempre el verdadero amor a sus caballos, sus perros, su familia y la tierra. Le agradezco haberme retrotraído a mi niñez, donde Ramón Garrido, un tío de la zona de Leyda, me descubrió lo que significa el campo, esas crines que marchan adelante, esos pichos al lado del estribo y la Chola atada bajo un ciprés esperando al niño.
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