¿Adviento o advenimiento?
© Guillermo Sánchez Vicente
www.laexcepcion.com (19 de diciembre de 2009)

Frente a la tradición del “tiempo de Adviento”, la Biblia expone el doble advenimiento de Cristo: primero en su natividad histórica; luego en su Segunda Venida.

En mi artículo La Navidad, una fiesta corrompida expuse cómo la Navidad es una de las festividades de origen pagano que, junto a otros elementos relacionados con el culto solar, fueron penetrando en el cristianismo, hasta el punto de que han llegado a formar parte de la identidad misma de las iglesias consideradas cristianas. Entre estos elementos destacan también la adopción del día del Sol (el domingo) como día del Señor frente al sábado bíblico, o la orientación de las basílicas hacia el este (lugar del nacimiento diario del sol), que determina que el sacerdote dé la espalda a los fieles durante la consagración (según el rito preconciliar, que ahora se vuelve a difundir en el mundo católico). También destaqué cómo la Navidad actual (que puede ser una estupenda fiesta familiar, por otro lado) regresa a sus orígenes paganos, nunca abandonados del todo, de la mano del consumismo capitalista, los cotillones de fin de año y la exaltación del frenesí devorador.

Pero hay otro aspecto que vincula a esta fiesta con el paganismo: la concepción del tiempo implícito en ella. La tradición ha instituido un tiempo litúrgico, el Adviento, correspondiente a los cuatro domingos anteriores a la Navidad. El Catecismo de la Iglesia Católica explica que «al celebrar anualmente la liturgia de Adviento¸ la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda Venida (cf Ap 22, 17)». En principio, por tanto, el tiempo de Adviento anuncia, para los católicos romanos, la llegada espiritual de Jesús el día de Navidad, y también la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Así lo expresó Benedicto XVI: «En Adviento, el pueblo cristiano revive un doble movimiento del espíritu: por una parte, levanta la mirada hacia la meta final de su peregrinación en la historia, que es el regreso glorioso del Señor Jesús; por otra, recordando con emoción su nacimiento en Belén, se agacha ante el Nacimiento» (Zenit, 27.11.05). Según Juan Javier Flores Arcas, rector del Pontificio Instituto Litúrgico de San Anselmo en Roma, «en el tiempo de Adviento la obra de salvación se expresa de manera escatológica. Se trata del Cristo Juez, Señor, Rey, que vendrá al final de los tiempos. Es el Cristo en Majestad de los grandes mosaicos de las catedrales italianas» (Zenit, 27.11.05).

Pero, ¿realmente se transmite durante este tiempo y las fiestas que le siguen esa concepción escatológica? ¿Se entiende que la “llegada” de Jesús a Belén (y a los “belenes” con que se adornan estas fiestas) anuncia que un día regresará a juzgar al mundo? Me temo que sólo algunas homilías como las que hemos señalado hacen referencia a esa enseñanza bíblica, pues ha quedado hasta tal punto desdibujada entre las creencias de la mayoría de los cristianos, que es raro encontrar a alguien que acepte conscientemente la afirmación del Credo de que Cristo “ha de venir a juzgar a vivos y muertos” como referencia a un acontecimiento real que ocurrirá en el futuro (más raro es que se crea que ese futuro es próximo, o inminente).

La propia teología del Adviento resulta cuando menos ambigua en este aspecto, pues pone mucho más énfasis en la “actualización” de la natividad que en la certeza de la Segunda Venida. El citado Flores Arcas explica: «La venida de Cristo es antigua y es nueva. Es un hecho pasado que se actualiza en la celebración litúrgica. […] Por ello el sentido y fin de la celebración litúrgica es precisamente el de hacer participar a todas las generaciones activamente en la obra de la salvación de Cristo». Y cuando Benedicto XVI dice: «El Adviento es por excelencia el tiempo de la esperanza, en el que los creyentes en Cristo están invitados a permanecer en espera vigilante y activa, alimentada por la oración y por el compromiso concreto del amor» (Zenit, 3.12.06), da a entender que Cristo llega de una forma real en la festividad del 24 de diciembre, como si Dios mismo estuviera atado a un calendario litúrgico (de origen pagano, para colmo).

Por otro lado, la concepción del regreso de Cristo que se transmite en estos mensajes dista mucho de la que ofrece la Biblia, donde se afirma que Jesús vendrá en persona, en un instante concreto de la historia. Sin embargo, Benedicto XVI hace un llamamiento a «construir una “nueva tierra”», cuando afirma: «La esperanza de los cristianos se dirige al futuro, pero siempre queda bien arraigada en un acontecimiento del pasado». Por ello, añade, en este período litúrgico de preparación de las fiestas navideñas, «los cristianos tienen que despertar en su corazón la esperanza de poder, con la ayuda de Dios, renovar el mundo» (Zenit, 27.11.05). Se elude la llegada real de Cristo con ocasión de la Parusía, y se espiritualiza, confundiéndola con la acción de fermentación con que los cristianos supuestamente irán transformando el mundo hasta su renovación total, una visión intramundana que choca frontalmente con la del evangelio (ver reflexiones finales del artículo El papado aboga por un gobierno mundial).

Por su parte, Braulio Rodríguez, arzobispo de Valladolid, señala que «somos incapaces de entender la Navidad, si no entendemos que nuestro Adviento litúrgico no es simplemente un recuerdo del pasado: el nacimiento de Jesús en Belén, porque el mismo Hijo de Dios ha impregnado toda la historia del mundo». Según él, «la segunda venida será como la primera venida de Jesús, no de modo espectacular, sino dulcemente, de manera tan discreta que nuestra ceguera culpable nos impida notarlo. Cuando se manifieste que Él ya está aquí le veremos como Hijo del Hombre, como uno de nosotros, como una persona que ha tomado parte en nuestra vida» (Zenit, 2.12.06; negritas añadidas en todas las citas del artículo). Esta presentación del regreso de Jesús no tiene nada que ver con cómo él mismo describió su Segunda Venida (ver, por ejemplo, Mateo 24).

Benedicto XVI, al presentar a Jesucristo como «Príncipe de la paz» ante ocho mil militares italianos con motivo de la Navidad, afirmó: «En Navidad vendrá el esperado Mesías. Vendrá a liberarnos el Redentor del hombre y romperá los vínculos de error, del egoísmo, del pecado, que nos hacen prisioneros» (Zenit, 16.12.09). Según él, la Navidad es Dios que «viene para estar con nosotros» (Zenit, 3.12.06). El lenguaje vinculado a estas festividades es muy significativo: el cardenal Urosa, por ejemplo, insta a celebrar el «cumpleaños de Jesucristo» (ACI, 4.12.07).

Esta forma de entender la religión, y a pesar de la enseñanza católica oficial que ya hemos recogido, acentúa la idea de que la historia se prolongará indefinidamente, de ahí que sea necesario repetir unos rituales para santificar el mundo y el tiempo. De acuerdo con esta visión cíclica, es como si Cristo naciera cada año, lo mismo que en la misa se “actualiza” su sacrificio cada día, y en la Semana Santa se ritualiza su muerte. Así, la Navidad se inscribe en la concepción sacramental de la religión: «La Navidad no es sólo la conmemoración del acontecimiento histórico del nacimiento de Jesús, es también la actualización sacramental del nacimiento de nuestro Salvador en nuestras vidas» (cardenal González Zumárraga, ACI, 23.12.06). Según esta concepción, ciertas acciones llevadas a cabo por seres humanos (la consagración de la hostia, la bendición de un matrimonio, la celebración religiosa de un día concreto…) no son sólo simbólicas o conmemorativas, sino que confieren gracia a los participantes.

No es de extrañar que la Natividad sea concebida popularmente como un mito, en los diversos sentidos del término. La mayoría de las personas ni se plantean si Jesús realmente vino al mundo en Belén, y en las circunstancias en que tradicionalmente se le representa. Y si se lo plantean, les da igual creer si fue cierto o no. La Navidad como mito, fomentada por esta teología confusa, por la religiosidad popular y por el espíritu posmoderno, permite que la gente se adhiera a ella desde las posiciones más variadas. Así, mientras algunos viven con espiritualidad sincera este tiempo litúrgico, otros lo hacen por motivos sentimentales y nostálgicos, y otros se declaran “cristianos culturales” y aceptan el mito por razones identitarias, asociándolo a la defensa de “nuestros valores”, a la “lucha contra el laicismo” y contra “la invasión islámica”... A ellos se une la mayoría pragmática e irreflexiva, normalmente inmersa en la vorágine consumista de estas fiestas: “Siempre ha sido así, ¿por qué no ha de ser? ¿Por qué he de cambiar esta tradición?”. Todas estas corrientes confluyen en la defensa de un modelo sociopolítico arraigado en las supuestas “raíces cristianas” de Occidente, que en realidad consiste en un confesionalismo identitario e impositivo, contrario a la separación iglesia-estado y al respeto por el pluralismo de creencias y convicciones.

Los jerarcas romanistas condenan que se coman doce uvas por Año Nuevo, reivindican la exhibición pública de los símbolos específicamente relacionados con el nacimiento de Jesús, braman cuando se prefieren otros símbolos (invernales, procedentes de la cultura popular…), rechazan que Santa Claus sustituya a “san” Nicolás de Bari (quien inspiró la figura del empalagoso repartidor de regalos), defienden a los “Reyes Magos” (a los que la Biblia no reconoce como tales, ni da sus nombres, ni su número, pues habla sólo de unos “magos de Oriente”), y en general critican duramente el espíritu pagano que se ha adueñado de la Navidad. Pero deben saber que su propia celebración de la Navidad también es pagana, desde la concepción del tiempo litúrgico y la fecha solar en que se celebra, hasta muchos otros elementos que no tienen reparo en asimilar, en dudosa “cristianización”. Juan Pablo II, en referencia al árbol de Navidad, objeto de origen pagano e idolátrico, decía: «En invierno, el abeto siempre verde se convierte en signo da la vida que no muere. […] El símbolo se hace elocuente también desde el punto de vista típicamente cristiano: recuerda al “árbol de la vida” (Cf. Génesis 2, 9), representación de Cristo, supremo don de Dios a la humanidad » (Zenit, 19.12.09). Además, se añaden mediadores, como María: «Para vivir de manera más auténtica y fructuosa este período de Adviento, la liturgia nos exhorta a mirar a María Santísima y a ponernos en camino espiritualmente junto a ella hacia la gruta de Belén» (Benedicto XVI, Zenit, 3.12.06). Dado que la tradición ha añadido elementos de origen mitológico al relato bíblico (como la supuesta gruta donde nacería Jesús, que la Biblia no menciona, y que en realidad procede del culto a Mitra), no sorprende que muchos, al observar los paralelismos entre estas historias apócrifas y los mitos antiguos, consideren erróneamente que la historia de la natividad es de procedencia pagana en su conjunto.

Como ocurrió con otras tradiciones medievales, las iglesias protestantes históricas conservan en su calendario litúrgico el tiempo de Adviento, a pesar de que no sólo no es de origen bíblico, sino que además contradice la concepción cristiana del tiempo. También hay protestantes que no tienen reparo en asumir los elementos paganos de esta tradición: «La corona de Adviento es una costumbre que ha ido arraigando en la celebración del Adviento. No es un signo típicamente cristiano, sino que nos viene del paganismo. En su origen representaba una súplica al sol para que volviese con su luz y su color durante el invierno. Los misioneros cristianos aprovecharon este signo de la corona para recordar a todo el mundo que la venida de Cristo es nuestra luz y nuestra vida» (Enric Capó, en la web de la Iglesia Evangélica Española).

En principio, el llamado “espíritu de la Navidad” puede tener consecuencias positivas: al fomentarse los buenos deseos y sentimientos, se pueden propiciar momentos de reconciliación. Pero en general este espíritu navideño se concibe como una tregua, un alto el fuego transitorio en la batalla diaria de la vida, un momento sacro en el calendario litúrgico, que será quebrado tan pronto como tras las fiestas volvamos a las rutinas habituales. Es una más de las facetas paganas de la Navidad, que podría ser ilustrada con la famosa anécdota de la “Tregua de Navidad” durante la Primera Guerra Mundial, en la que los ejércitos alemán y británico cesaron espontáneamente sus hostilidades el 24 de diciembre de 1914, intercambiaron regalos, jugaron al fútbol… hasta que los oficiales decidieron cortar estas muestras de “humanidad”, y volver a las hostilidades durante cuatro terribles años más. Una concepción, por tanto, similar a la de la tregua olímpica de los antiguos griegos, pero incapaz de generar transformaciones auténticas y duraderas en las vidas de la gente. Frente al compromiso genuino y permanente, la tregua de Navidad puede convertirse en una ocasión estupenda para tranquilizar la conciencia mediante actos supuestamente solidarios, al estilo de la campaña “Ponga un pobre en su mesa por Navidad”, que tan agudamente satirizaba Luis G. Berlanga en su película Plácido de 1961 (ver Por una Navidad sin tregua).


La auténtica Navidad y el verdadero advenimiento

Según la Biblia, Dios ofreció a Israel un calendario religioso con fiestas que implicaban una renovación anual: Día de Año Nuevo, Yom Kippur, Pascua, Pentecostés. Pero junto a estas celebraciones cíclicas (superadas en el Nuevo Testamento), ya desde sus inicios se anuncia también una ruptura en el tiempo, una victoria del bien sobre el mal (ver Génesis 3: 15). Y a medida que se desarrolla históricamente el mensaje de Dios, hay un acento cada vez mayor en la llegada de un desenlace. El libro de Daniel (ver por ejemplo los capítulos 2 y 7) presenta una visión de la historia como una sucesión de proyectos humanos fallidos, y una irrupción final y abrupta de Dios para instaurar un reino.

La religión hebrea es prácticamente la única de su tiempo que proclamaba que este mundo tendrá un fin, en el que Dios restaurará todas las cosas. El sistema de sacrificios del templo de Jerusalén era un anuncio transitorio del sacrificio expiatorio de Jesús (Hebreos 9: 23-28). Según la Biblia, el hombre no vive en un círculo, sino en una línea del tiempo que se proyecta con esperanza hacia el futuro glorioso (ver la gran obra de Oscar Cullmann, Cristo y el tiempo, Ediciones Cristiandad). En su día, Dios restaurará el mundo original que él creó (Apocalipsis 21: 1). La presencia del mal, por tanto, también es transitoria, un accidente terrible en la historia de la Creación; pero tendrá su fin (Apocalipsis 20: 14).

Hasta la primera venida de Jesús, todo eran promesas. Desde que Jesús nace, vive, muere y resucita entre nosotros, todo son realidades. El reino está entre nosotros. “Sólo” queda su implantación definitiva, sin el obstáculo del mal. Pero aun con ese terrible obstáculo y con todas las penalidades que pasamos aquí, Cristo nos da la seguridad de la salvación y la certeza de su presencia reconfortante. No vivimos bajo la resignación, sino bajo la esperanza.

Por todo esto, el nacimiento de Jesús tiene para el cristiano un significado especial. Aparte de los textos evangélicos, este acontecimiento es evocado en otros pasajes bíblicos, como Gálatas 4: 4-7: «Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestro corazón el Espíritu de su Hijo, que clama: "¡Padre, Padre!” Así, ya no eres más siervo, sino hijo. Y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo». De acuerdo con Pablo, pues, la Navidad es una cosa que ya ocurrió, no es algo que se repita cada año. Lo bueno de la Navidad es que ya tuvo lugar y no tiene vuelta atrás. La encarnación de Cristo permitió que él viviera bajo la Ley para así poder redimir a los hombres que, en nuestra condición pecaminosa, también estamos bajo la Ley. Eso nos hace hijos, y por tanto herederos (y en este concepto se anuncia también el futuro: la vida eterna que heredaremos en plenitud en el futuro, la heredamos ya en esperanza).

Jesús murió una sola vez; su muerte se conmemora en la Santa Cena, pero no necesita ser actualizada en rituales eclesiásticos ni en procesiones de “Semana Santa”. La muerte que Cristo murió fue una muerte al pecado, una vez para siempre. (Romanos 6: 10; Hebreos 7: 27; 9: 12, 23-28). Igualmente Jesús no necesita nacer; ya nació en Belén. Jesús no viene cada año por Adviento y Navidad, sino cada día, cada momento en la vida del cristiano. Su encarnación en nuestras vidas no depende del calendario, sino de nuestra aceptación.

El Apocalipsis también habla sobre la natividad: «Y el dragón se paró ante la mujer que estaba por dar a luz, a fin de devorar a su Hijo en cuanto naciera. Y ella dio a luz un Hijo varón, que había de regir a todas las naciones con vara de hierro. Y su Hijo fue arrebatado para Dios y para su trono» (Apocalipsis 12: 4, 5). Este texto (en el que, de acuerdo con toda la simbología bíblica, la mujer representa al pueblo de Dios), sintetiza la encarnación de Jesús, su ascensión al cielo como rey, y su futuro reino sobre la humanidad redimida. Nuevamente el acento está en el futuro, no en el pasado.

Por todo ello Jesús y los apóstoles no mandaron “actualizar”, ni siquiera conmemorar, la Navidad. Cristo sólo mandó conmemorar su sacrificio expiatorio a través de las dos únicas celebraciones, no sacramentales, que instituyó, las únicas necesarias para su iglesia. Por un lado, el bautismo simboliza la muerte y resurrección del creyente, de las cuales las de Jesús fueron primicias. Cristo murió realmente (“estuve muerto, pero vivo por los siglos”, dice en Apocalipsis 1: 18); por eso el fiel, al bajar a las aguas del bautismo, sólo muere simbólicamente. El Señor resucitó a una nueva vida, volviendo a su estado sin contacto con el pecado. El cristiano sale del agua bautismal con el propósito de vivir una vida renovada en Jesús. Y además se le promete resucitar un día en un cuerpo glorioso, similar al de Jesús (1 Corintios 15).

Por otro lado, la Santa Cena o comunión recuerda la muerte de Jesús: su cuerpo y su sangre. El pan y el vino son símbolos que significan que Cristo se hizo carne y sangre, se hizo hombre, y eso es precisamente la Navidad: la encarnación del Hijo de Dios. Pero este rito además nos anuncia la redención gloriosa de toda la creación, el día en que Cristo se siente a la mesa con los redimidos para celebrar «la gran cena de Dios» (Apocalipsis 19: 17), evocada por Jesús cuando dijo: «Desde ahora no beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre» (Mateo 26: 29).

Para escribir al autor: Guillermo Sánchez Vicente
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