El más intrépido poeta, abarcador y desembarazado de su tiempo


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Walter «Walt» Whitman (31 de mayo de 1819-26 de marzo de 1892).
 

Cuando José Martí, en la fecunda espera del exilio neoyorquino por tiempos propicios para reiniciar la gesta independentista, encuentra cara a cara a Walt Whitman, confirma lo que desde mucho antes había intuido: el extraordinario relieve del poeta estadounidense.

Ello aconteció el 14 de abril de 1887 en Manhattan, durante la lectura pública que hizo el ya venerable bardo de sus Memorias del Presidente Lincoln. Whitman cumpliría pronto 68 años –nació en West Hills, comunidad de Nueva York, el 31 de mayo de 1819, por lo que celebramos ahora el bicentenario de su advenimiento- y Martí transitaba por el trigésimo quinto de su existencia, quien  tempranamente, desde que se radicó en Estados Unidos, había  reparado en el poeta. Dos referencias aparecen en los artículos que remitió en noviembre de 1881 a La Opinión Nacional. En una de sus primeras crónicas epistolares dirigidas a finales de 1882 al argentino Bartolomé Mitre, editor jefe de La Nación, planteó un interesante contraste: «Hay un joven novelista que se afrancesa, Henry James. Pero queda un grandísimo poeta rebelde y pujante, Walt Whitman». Sobre la rebeldía de la escritura de este insiste en otra crónica publicada en enero de 1884 en La América.

El texto nacido de haberlo escuchado de viva voz en Manhattan, el cual vio la luz el 17 de mayo de 1887 en El Partido Liberal, de México, y el 26 de junio de ese año en La Nación, de Buenos Aires, fue definitorio: «Hay que estudiarlo, porque si no es el poeta de mejor gusto, es el más intrépido, abarcador y desembarazado de su tiempo». Más adelante agregó: «Su irregularidad aparente, que en el primer momento desconcierta, resulta luego ser, salvo breves instantes de portentoso extravío, aquel orden y composición sublimes con que se dibujan las cumbres sobre el horizonte».

Y destacó contribuciones originales al afirmar: «El lenguaje de Walt Whitman, enteramente diverso del usado hasta hoy por los poetas, corresponde por la pujanza y extrañeza, a su cíclica poesía y a la humanidad nueva, congregada sobre un continente fecundo con tales portentos, que en verdad no caben en liras ni serventesios remilgados. Ya no se trata de amores escondidos, ni de damas que mudan de galanes, ni de la queja estéril de los que no tienen la energía necesaria para domar la vida, ni la discreción que conviene a los cobardes. No de rimillas se trata y dolores de alcoba, sino del nacimiento de una era, del alba de la religión definitiva, y de la renovación del hombre…».

¿Acaso exageró Martí? ¿Tales juicios estuvieron nublados por el entusiasmo? Ni uno ni lo otro. El agudo y sensible juicio martiano no solo trascendió en el tiempo sino abrió cauce para que la poesía de Whitman se instalara en el imaginario lírico de las letras iberoamericanas.  El nicaragüense Rubén Darío, fervoroso lector de Martí, descubrió por su intermedio a Whitman, a quien llegó a dedicar un formidable soneto incluido en la segunda edición del poemario Azul (1890): «En su país de hierro vive el gran viejo / bello como un patriarca, sereno y santo…».

La más completa apropiación whitmaniana en nuestro ámbito cultural vino mucho después con las mejores traducciones de sus versos en pleno siglo XX. Conocidas, y contrapuestas, son las de León Felipe y el inefable argentino Jorge Luis Borges, que no bastándole con presentar sus versiones arremetió contra las del español refugiado en México, tras la caída de la República a manos del falangismo.

Antes, Federico García Lorca escribió en 1930 su célebre Oda a Walt Whitman, incluida en el cuaderno Poeta en Nueva York, una verdadera catarata de imágenes desinhibidas, no exenta de contradicciones, que parten de la admiración hacia el autor de Hojas de hierba y de sus propias vivencias en la urbe estadounidense.

No es posible dudar de los evidentes puntos de contacto entre la poética del estadounidense  y la del Pablo Neruda del Canto general. Pero quizá el más revelador de los textos de inspiración whitmaniana sea del dominicano Pedro Mir, Contracanto a Walt Whitman (canto a nosotros mismos) en el que invierte el punto de vista precedente –el poeta que desde su yo loa y se desdobla en sus semejantes en el fabuloso Canto de mí mismo- para afirmar la identidad antillana  y bregar por la descolonización de la que Martí llamó Nuestra América, en oposición a la América voraz que terminó siendo, y es hasta hoy, la de Whitman.

Este no fue inocente. Atrapado en la realidad de su país, apoyó en su día el expansionismo estadounidense.

Al colocar en su justo lugar a Whitman, el poeta mexicano José Emilio Pacheco escribió que «prescindir de Hojas de hierba por culpa de los editoriales brooklynianos (aquellos en los que el poeta asumió las posturas del Destino Manifiesto) sería empobrecernos».

Vayamos pues a la poesía de Whitman y su enorme legado. En su bicentenario, el crítico Richard Conway acaba de exponer en el diario Newsday: «En 2019, los Estados Unidos están tan enojados, divididos y asustados como cuando Whitman escribió Canto de mí mismo».


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